Una ópera y dos notitas
Autor: Héctor Carlos Reis
Señor, la historia que le voy a narrar me fue referida por su propio protagonista. Quizá hubiere olvidado algo o quizá yo le haya agregado un poco, pero lo real es que palabras más o palabras menos los hechos fueron auténticos. Señor, Ud. pensará que soy un ingenuo al creer todo lo que me dicen, pero aprendí a conocer a mi amigo gracias a su relato y doy fe de que él sintió todo lo que me dijo. Señor, la emoción que él experimentaba al hablarme era tan fuerte que me conmovió hasta hacerme volcar alguna lágrima; y mire Ud. que yo soy fuerte en esos menesteres…los que me conocen arguyen que soy un racionalista. Pero no quiero hablarle de mí sino de mi amigo y de su momento. Sí, el definió los hechos como un momento, su momento y sin ninguna duda tenía razón: un mundo, todo un universo en un instante. Señor, Ud. pensará que le estoy dando vueltas al asunto pero la verdad es que no sé por dónde empezar; trataré de tranquilizarme y comenzar en el punto justo que lo hizo mi amigo.
Primer Acto
Los dos estábamos en un bar, somos «tipos de café»; en un ambiente propicio para las confidencias la lengua se suelta y el pensamiento discurre quizá sin darnos cuenta. Mi amigo estaba medio tristón y contrariamente a como yo le conocía, hablaba poco. Sí, en su época él era bastante hablador, pero últimamente se lo veía más bien escuchón. Luego de los primeros intentos hechos por mí para establecer una comunicación fluida, opté por mirar a través de la ventana el desfile incesante de la gente retornando a sus casas. Olvidé decir que era esa hora del día donde el sol recostado en el horizonte produce una luz mortecina… y sigo dándole vueltas al asunto… Se me hace que no le quiero contar nada. A lo mejor tengo miedo de que Ud. no comprenda y mi amigo no merece ser menospreciado. Probablemente él sea un sentimental fuera de época…
Sorpresivamente él comenzó a hablar. Con voz cortada por la emoción surgían sus frases a borbotones. Las palabras fluían con gravedad y mi silencio lo incitaba a la confesión.
La semana previa hubo un feriado que lo llevó a estar en su casa todo el día. Ya desde la mañana tuvo el presentimiento pues estaba más pensativo que de costumbre. Aprovechó esa circunstancia para leer un libro que hacía tiempo deseaba ver. Por extraña casualidad trataba de un tema que siempre le había interesado y era extraña por lo que acontecería luego. Ese texto incursionaba en la vida de los inmigrantes. Esas personas que abandonaban su tierra y se lanzaban con indómito coraje a una aventura imprevisible. Él pensó en sus ancestros que habían llegado al país a principios de siglo. ¡Cuántos habían hecho lo mismo!
La noche anterior se había enterado que el canal estatal de televisión (el único que nos quedaba de un privatizado país) transmitiría por primera vez en la historia de la televisión por aire (la única que no requería un abono mensual) una ópera con títulos en castellano. Es decir, él se podría informar, no ya del argumento general de la obra, sino de palabra por palabra lo que iban diciendo los cantantes. Él había presenciado varias veces óperas en el teatro. Le fascinaba la voz humana aunada con la música; incluso tenía discos con arias famosas cantadas por grandes de la lírica. Pero no era un diletante, simplemente lo emocionaba el canto lírico. En el teatro sólo podía percibir la voz, la música y la representación, teniendo una vaga idea de la trama argumental.
Se canta en italiano, en francés, en inglés o en alemán; algunas veces en ruso, pero, salvo en las zarzuelas, nunca en español. Para él el goce de la ópera simplemente era estético, nunca intelectual pues no entendía lo que iba pasando. ¡Cuántos habrán sufrido lo mismo! Esa noche era la oportunidad en cincuenta años (en rigor cincuenta y cuatro) de comprender en detalle una obra. Su madre también escuchaba ópera y en una época, junto con su padre iban todos los sábados al teatro. Él recordó el regocijo de sus padres cuando salían, los dos solitos en sus citas sabatinas. Los niños, él era muy pequeño y sus hermanos más aún, quedaban al cuidado de una tía. Ese recuerdo de sus padres marchando a la ópera le hizo sonreír. Ya por la tarde comenzó a disfrutar de antemano su ópera traducida…
Siguió leyendo su libro sobre inmigrantes.
Era un feriado atípico pues de la calle venía un murmullo que lo molestaba; demasiado tránsito pensó. A media tarde no pudo concentrarse más en la lectura. Su fértil imaginación empezó a pasear cabalgando recuerdos. Últimamente no se veía asiduamente con su amada; ella estaba un poco distante, muy preocupada con su trabajo y con otros problemas que prefirió no considerar pues quería hacer su cabalgata placentera. Sólo tenía grabado su amor permanente por ella y su deseo de ayudarla.
Había llegado a la conclusión de que amar era sencillamente: dar. Sólo dar sin esperar nada a cambio. En su relación con ella había cometido muchos errores. Hasta ese momento su objetivo era ser amado. De niño sus padres no le habían tratado bien. Ese recuerdo lo ofuscó y opacó su sonrisa al evocar aquellos sábados de ópera. Él había sido un rebelde, sus padres (¡su madre!) nunca lo habían acariciado. El dolor del abandono en la ternura. Cuando se «portaba mal»: el golpe del padre ante la denuncia de su madre. Sintió un inmenso abatimiento. La ambivalencia en el sentimiento hacia sus padres se le hizo patente. ¡Quizá por eso buscó siempre ser amado! Dejar sin ternura a un niño es condenarlo a una búsqueda incesante de afecto.
Una congoja surgió en su garganta. La angustia le pareció letal. Oscuras sombras surgieron del pasado y sofocó un sollozo. La nostalgia del inmigrante, el dolor del niño castigado, del niño golpeado. Quiso rehacerse y decidió rescatar lo bueno de sus padres fallecidos. Quedó flotando el recuerdo de su papá con el traje azul y su sombrero gris marchando a la ópera…también la sonrisa de su mamá engarzando coquetamente el brazo del esposo. Así los dos se fueron esfumando en el recuerdo de mi amigo…
Súbitamente él sintió la necesidad de prender el televisor. Todavía faltaba para el comienzo de la transmisión. La habían anunciado sin cortes publicitarios; pero él desconfiaba. Su intuición se vio confirmada. El comienzo previsto para las 22 hs. se extendió hasta las 22,23 hs. Esa tardanza lo puso mal pero aprovechó para preparar la grabación. Un acontecimiento así debía quedar para la posteridad. Además pensó: su amada no iba a estar con él; si lo grababa, quizás en algún otro momento podrían verla juntos. Barruntaba que algo había en esa ópera que podría afectarlos de alguna manera. Su presunción fue correcta.
La propaganda inicial lo molestó. ¿Y si a pesar de lo anunciado cortaban la transmisión con publicidad? Mi amigo decidido pensó, en ese supuesto se quejaría formalmente al canal de TV su antigua prosapia de leguleyo resurgió como la famosa ave fénix. Esta idea le sirvió para templar su ánimo muy alicaído por los recuerdos de la ya distante tarde.
Así, con arrojo y voluntad, decidido a disfrutar sin obstáculos pueriles su ansiada ópera traducida, esperó cruzando las piernas.
«La fanciulla del West» de G. Civinini y C. Zangarini del drama «The girl of the Golden West» de D. Belasco, música del inmortal Giacomo Puccini, con Plácido Domingo, Mara Zampieri y Juan Pons. La había visto hacía más de 10 años en el teatro Colón y también cantada por Plácido Domingo. En esa oportunidad disfrutó de la música y del canto; de la trama sólo entendió que se trataba de un bandido que era escondido por la protagonista en el altillo de su cabaña. Pero eso pasaba en el segundo acto. Del primer acto no había entendido nada, salvo que le habían impresionado las voces como si fueran lamentos.
Esa noche, mi amigo descubrió que todo el primer acto es una maravillosa evocación de la angustia del inmigrante.
Pero mire Señor, mejor le cuento algo sobre cómo Puccini gestó su obra y dónde suceden los hechos pues sabrá Ud. que la acción transcurre, no como es clásico de casi todas las óperas en Europa, sino en California. Sí, bien oye Ud. en nuestro fraternal gran país del Norte…bueno en nuestro socio del Norte…bueno no me mire Ud. de esa manera pasa todo en EE.UU ¿está correcto ahora?
Puccini visitó ese país y percibió el drama de muchos inmigrantes, en especial italianos que habían dejado su tierra natal para probar fortuna en California durante la fiebre del oro. Todo el primer acto transcurre en la taberna de la protagonista donde se reúnen los mineros y dejan el oro recolectado para la Cia. West Fargo. Allí cantan las añoranzas de su tierra y de sus seres queridos tan distantes.
Mi amigo descubrió todo un mundo de intensa poesía. El texto, quizás demasiado romántico para nuestro gusto actual es, sin embargo, bellísimo. Los rudos mineros les cantan a sus madres odas de intenso lirismo; a sus esposas lejanas, su amor y su dolor por no tenerlas a su lado. Mi amigo empezó a conmoverse pues al entender cada palabra que el cantante iba vertiendo la compenetración con la obra era mayor.
La música le llegaba como un eco en armonía con la voz, pero había algo más. La cámara al acercar a los protagonistas permitía ver sus rostros y su interpretación actoral además de su canto. Los gestos, la expresión de sus rostros, los movimientos del cuerpo vistos en detalle. Mi amigo recordaba que en el teatro la distancia impedía la observación minuciosa. Pero también reconocía que era imprescindible para el disfrute completo estar en el teatro.
Ambas formas se complementaban, no se excluían. Lo ideal era escuchar la ópera en su hábitat natural, el teatro; luego la versión filmada con la traducción. Él comprendió que Puccini escogió ese texto porque sintió el drama de los inmigrantes. La obra hace vivir en profundidad la epopeya de los que partieron alguna vez sin saber si volverían.
En ese instante mi amigo dio un respingo. Uno de los mineros cantaba un aria describiendo su desesperanza. Añoraba a sus seres queridos y ya no soportaba más su lejanía; quería volverse. Ese canto sublime de angustia infinita empezó a hacerle temblar primero las piernas y luego todo el cuerpo. Tenía suerte de estar sentado si no hubiera caído. Allí empezó a percibir la necesidad de tener a la amada a su lado para sentir el palpitar de su pecho.
Y comenzó a recordar. Su querida era hija de inmigrantes. Pero la historia de esos inmigrantes sí era similar a la narrada en la ópera. El padre de su amada había venido desde muy lejos siendo casi un niño, sin saber el idioma y solo, sí solo. El sentir de ese muchacho lejos de su tierra natal, con un idioma totalmente distinto y sin los seres queridos a su alrededor, en un abandono de ternura, debió ser inenarrable.
Por una ironía de la vida su nombre era Félix. Sin embargo fue un hombre ejemplar. Mi amigo no llegó a conocerlo pero sabe de él gracias a las historias contadas por su amada. Ahora comprendía algo más gracias a Puccini. Félix murió demasiado pronto. Quizá la inmensa epopeya de su emigración apresuró su final. Su cerebro trabajó en exceso, vivió rápido pero intensamente. La esposa le sobrevivió muchos años. A ella sí la conoció mi amigo. Jamás olvidará sus inmensos ojos azules que lo miraban con picardía. Según su amada era una mujer con algo de malicia pero en realidad era lo que podía ser. Con él siempre fue cordial.
En ese momento la ópera con el lamento de los inmigrantes llegaba al paroxismo. Sintió, asumió íntegramente el dolor de los que, como el Hernán Cortés de la historia, queman todas las naves para impedir el regreso. Uno de los mineros el que no soportaba más la angustia y quiere regresar, llora y sus compañeros juntan entre todos el dinero para su regreso.
Los trabajadores solidarios ayudan al más débil o quizás al más desesperado.
Mi amigo experimentaba la enorme necesidad de compartir con su amada el drama de los inmigrantes, de sus padres y también de sus propios ancestros pues todos sus abuelos habían sido inmigrantes y sentía sus genes que le atornillaban la garganta. Sintió que la música lo envolvía y que el eterno cantar del inmigrante cubría el planeta. Sintió el dolor humano de antes, de ahora y, por el maldito egoísmo, el de siempre. La angustia que no pudimos desterrar, por eso huyen los hombres buscando algo (alguito) de felicidad.
La música de Puccini lo devolvió a la taberna; allí se anunciaba la llegada de un forastero. Y aquí mi amigo se enteró cómo había sido la historia. En realidad el forastero, que se hacía llamar Johnson de San Francisco, era el bandido que se había complotado con sus compañeros para asaltar la taberna. Allí reconoce a la tabernera y en un juego magistral de voces evocan ambos un encuentro anterior; renace así un cortado sentimiento. ¡Ah los sutiles vericuetos del azar! ¡Ah los inconmensurables matices del amor! El juego escénico de los personajes, las voces, la música…fue llevando a mi amigo a un éxtasis profundo.
Quería decirle a su amada que él también deseaba un reencuentro. Un empezar de nuevo sin errores. Un dar sin esperar nada a cambio. Un sublime canto de amor. Y sintió la ansiedad de su impotencia. Una amargura afluyó a sus labios. Sin darse cuenta oprimió con sus dedos el control remoto y paró la grabación. Por suerte todo duró unos segundos; al advertirlo volvió a grabar. Quizás hubiera una nueva oportunidad pero…el ser humano no perdona, sólo los dioses lo hacen… Él no creía en dioses, salvo que los humanos lo fueran. La maravilla de la música lo envolvió nuevamente. Johnson (en realidad el bandido Ramerrez)-Plácido Domingo y la tabernera Minnie-Mara Zampieri acuerdan verse en la cabaña de la bella soprano.
Al terminar el primer acto de la ópera él decidió escribirle una notita a su amada para contarle su vívida experiencia. Si Señor, yo no le dije todavía que él había decidido, erróneamente, vivir en otro departamento del mismo edificio. ¡Cuántas equivocaciones cometió mi amigo con su amada! Y sabe Señor, la gente no perdona. Mi amigo aprendió tardíamente a pensar mejor antes de tomar decisiones. Él maduró demasiado tarde para la vida. Ese pensamiento lo entristeció más aún: ¿habrían acabado todas sus oportunidades? Una vaga sombra de aniquilamiento lo conmocionó. Sintió su miseria y se le hizo patente que todo lo que él pudiera hacer aunque fuera mucho sería un grano de arena en todas las playas del mundo. Se sintió impotente dentro de todo el egoísmo humano. Sin darse cuenta ya comenzaba el segundo acto…
Segundo Acto
Ahora la acción transcurría en la cabaña que él recordaba del teatro. El bandido protagonista en un aria sublime, que mi amigo comprendió por la traducción, narra su historia. Aquí la música y el canto llegan a niveles excelsos. Los aplausos del público al terminar el aria interrumpieron el encanto. Él nunca justificó la manía de los diletantes de aplaudir interrumpiendo la acción aun cuando premien al cantante. Su sentimiento al escuchar era más pasivo. En el teatro sólo aplaudía al final.
Pero el pequeño interregno le permitió pensar nuevamente en su amada. Le diría en su notita cuánto había querido tenerla a su lado para acariciar sus mejillas y hundirse en sus ojitos tan similares al fondo de un mar. Si Señor, Ud. no podrá imaginarse nunca los ojos de la amada de mi amigo; jamás podría Ud. contemplar una miradita como la suya. Sólo que esa miradita ella la hacía a veces, últimamente la escatimaba un poco y mi amigo sufría por ello, pero en silencio. Él comprendía que un tesoro así no debía despilfarrarse.
Le diría en su notita que jamás olvidaría todo lo que ella había hecho por él y que sólo la muerte podría separarlo de ella. Al pensar esto experimentó un escalofrío que recorrió su cuerpo. No era una cursilería, era algo que sentía en profundidad. Amaba a su amada como el día ama a la noche al buscarla eternamente. ¡Ah el dolor de sentir que a veces sus épocas no coincidían! Ella le dijo muchas veces: «nuestros tiempos son distintos». Pero él siempre se aferró a que no eran tan distantes. ¡Ah la esperanza! Mi amigo al contarme su historia me dijo en esa tarde de bar: «Viste que cursi y romanticona es mi anécdota; como el texto de la ópera». Yo pensé: el amor y su eterna disyuntiva. ¿Amar o ser amado? Las formas pueden ser cursis pero el fondo es el meollo de la condición humana.
Finalmente el término de los aplausos permitió continuar la obra. ¿Se habrían desconcentrado los cantantes? Su calidad supliría pronto el desfasaje. Pero…¿qué le había contado Johnson-Ramerrez-Plácido Domingo a su amada Minnie-Mara Zampieri? En realidad él no era bandido; lo había sido su padre y él recibió la «herencia» para poder mantener a su madre y a sus hermanos. ¡Qué delicioso juego para una fantasía psicoanalítica! ¡Qué magnífica intuición tuvo el autor del drama mister D. Belasco! ¡El genio del artista cómo se adelanta a las épocas!
Minnie siente despecho; Johnson-Ramerrez no había ido a la taberna a buscarla sino a robar. Su dolor se descifra en un aria que los bandidos, perdón, benditos espectadores de la Scala de Milán (pasa en todos los teatros del globo) vuelven a interrumpir con aplausos. A propósito a mi amigo le molestó que a veces apareciera en el costado superior izquierdo de la pantalla una propaganda de un banco «industrial» o «casero», le fastidió tanto como los aplausos. Pero reflexionó: los aplausos no pueden evitarse en cambio los avisos intempestivos sí… Sí. Aunque justo era reconocer que no había interrupción publicitaria, simplemente «enchufaban» la publicidad dentro del espectáculo. Maravillas de la dialéctica; por suerte era breve. Él sí perdonaba.
Por primera vez interrumpí a mi amigo en su relato. -¿Cómo pudiste tener sentido del humor en medio de tu drama?-. Él sonriendo me confesó: -Tonto, estas reflexiones las hago ahora que te lo cuento. Tengo derecho a un respiro-. Su sonrisa se diluyó al evocar su noche lírica. En sus ojos brilló una lágrima sutil. Todo regresaba a la normalidad.
Johnson-Ramerrez se retira de la choza. Ya en el primer acto los mineros y el sheriff habían salido a buscar al bandido ignorando que lo tenían allí en la taberna. En ese primer acto hay un juego escénico de idas y venidas pero en síntesis la cita en la cabaña fue hecha en soledad. No obstante al salir Johnson-Ramerrez de la barraca se oye un disparo. Minnie se abalanza sobre la puerta y al abrirla cae el cuerpo herido de su adorado Ramerrez. Allí su despecho se esfuma y resurge el hondo sentimiento de amor ante la posibilidad de la muerte. Convence a Ramerrez de que se esconda en el altillo para huir de la persecución ya cercana del sheriff. Aquí conviene aclarar que el sheriff sentía una ardiente pasión por Minnie que no era correspondida.
Mi amigo al advertir este triángulo amoroso cayó en la duda de si su amada no sería pretendida por otro. Repasó los hechos de los últimos tiempos y se tranquilizó, además conocía la transparencia de su mujer. La lealtad era una de sus muchas virtudes. Discurro que me contó esto para calma de terceros pues él evidenciaba no sentir duda alguna. Los ojitos fondo de mar de su amada eran la pureza del más fino cristal.
La cabaña fue invadida por el ardiente sheriff. Minnie, con sobresalto no percibido por el celoso intruso (la autoridad intuía ya el amor de Minnie y Johnson-Ramerrez), pregunta qué busca en su casa. Aquí se produce un bellísimo intercambio entre el sheriff y Minnie con la música llenando los resquicios que deja la acción. De pronto cae sangre de arriba que mancha el dedo del sorprendido sheriff. la ingeniosa Minnie arguye una herida hecha en la persecución. Pero finalmente se desenmascara el encubrimiento. Con dificultad baja el herido Ramerrez por la escalera móvil y cae inconsciente a los pies del perseguidor.
El canto y la música que se suscitan en esos instantes es para no olvidar. Pero también el texto es para rememorar. En un contrapunto el sheriff reprocha a Minnie que proteja a un bandido pero ella le replica su calidad de jugador (¿la autoridad jugando? ¡Ah Belasco-Puccini, pillos!) perpetuo en la taberna. Además también ella estaba al frente de un garito. Los tres eran de alguna forma bandidos. ¡Quién esté libre de alguna culpa que tire la primera piedra! La brillante Minnie le propone un pacto: conocedora de la fascinación que el juego ejercía en el robusto sheriff lo induce a dilucidar en tres manos de póquer la libertad de su amado. Ante el amago de sacar el mazo de cartas por parte del inveterado jugador, ella desconfiando, decide retirar las suyas de un cajón. El azar resuelve la libertad de su amado.
Aquí mi amigo reflexionó si no era mucho riesgo dejar librado al azar la relación con su amada. Se juramentó a sí mismo que lucharía con todas sus energías para reparar los errores y salvar el buen amor. Vea Señor, al decirme esto los ojos de mi amigo brillaron con una decisión que yo jamás había visto antes en él. Todo su cuerpo tembló y añadió que ése hubiera sido el momento para escribir su notita pero lamentablemente la música del maestro Puccini lo envolvió de tal modo que le impidió moverse de la silla y ahora reconoce el poder de la música que puede tornarse peligroso.
En ese instante se le hizo patente la parálisis del pensamiento en aras de la música y recordó la frase de un primo fanático musical y ejecutante de piano que una vez se lo había advertido: «cuidado hasta Bach o Wagner pueden ser una droga». En aquella oportunidad mi amigo le replicó al primo: «eso puede ser para los rockeros y su ruido; nunca para la música clásica». Ahora mi amigo vaciló, dudó. ¿El poder del sonido puede ser temible?… El hecho concreto es que él no escribió en ese momento su notita; la dejó para el final de la ópera…
Mientras tanto Minnie había ganado la partida de póquer y el sheriff en una hermosa aria reconocía con hidalguía su derrota y daba su palabra de honor que respetaría al yaciente Ramerrez. Fin del segundo acto.
Aquí mi amigo me confesó que durante los intervalos hubiera podido escribir su notita máxime teniendo en cuenta que la emisora de televisión aprovechaba los entreactos para despacharse con nutrida publicidad. Pero él estaba tan embelesado con la música que ponía en marcha el videograbador y repasaba las arias principales con fruición. ¡Ah la música, la música, sublime y cálido arrobe del pensamiento!
Tercer Acto
La escena a los pies de las colinas nevando. A mi amigo se le hizo difícil imaginar California con nieve pero en las montañas y en invierno… vemos que el efecto dramático de la nieve cayendo, en contraste con la calidez del canto y la música más la pasión de los intérpretes… ¡qué va!
Aquí mi amigo meditó: ¿no será que en su amada disminuyó la pasión por la edad y eso vuelve los detalles antes nimios ahora trascendentes? No. La pasión no es el amor. Pasión tiene el sheriff por Minnie. Amor sienten Minnie y Ramerrez. En ese momento en la escena están reunidos todos los mineros y uno de ellos anuncia la captura de Ramerrez. ¡Ah el aria del sheriff pidiendo la muerte del bandido! Lo había dejado escapar por la promesa hecha a Minnie al perder su juego de póquer. Pero ahora era todo suyo. La indignación de los mineros, acuciados por el de la West Fargo y por el sheriff, es un canto de muerte para Ramerrez. El odio.
Mi amigo nunca entendió el odio. Tiene el mismo poder que el amor. El imaginaba un mundo sin odios. Un canto de amor fraternal. Pero el odio, el egoísmo, la estupidez y la hipocresía existían. ¡Y vaya que se hacían notar! Él y su amada, sin embargo, habían construido un mundo de amor, de buen amor; entre ellos no deambulaba la hipocresía.
En ese instante aparece el capturado Ramerrez. Su canto rogando que no le revelen a Minnie el ajusticiamiento (ella había facilitado un caballo para su huida y ya lo creería lejos) es un grito de aflicción para que no sufra su amada.
Mi amigo pensó que cualquier sacrificio es válido en el buen amor; hasta renunciar al ser amado si su presencia ya no es querida. Y se le hizo carne la idea: amar no es poseer, amar es dar sin esperar nada.
La música lo envolvió; las voces de los mineros clamaban justicia. Ya la cuerda rodeaba el robusto cuello del ex bandolero y al clamor de: «muerte al español, muerte al mejicano» (mi amigo en un fugaz destello pensó: ¿sutilezas de Belasco-Puccini condenando la discriminación?…) se aprestaban a ahorcar al vencido Ramerrez.
De pronto en medio de las voces masculinas se oye el magnífico canto de la soprano. ¡Qué momento sublime! Minnie implorando por su amado. El texto, la música y el canto se unen. Nadie que haya vivido ese lírico suceso podrá ya jamás olvidar tanta belleza. El canto desgarrador de Minnie llega a lo más profundo del ser. Ella defendía la vida de su amado. A mi amigo el corazón se le salía del pecho; su palpitar en un crescendo abismal lo sumió en el colapso. La música, el canto, todas las ideas en un instante…y con un estallido de amor él también cantó con Minnie. Cantó, cantó, sin saber cantar…..
Minnie doblega la voluntad de los mineros, del sheriff y del representante de la West Fargo. Lentamente la soga abandona el cuello de Ramerrez y los dos amantes abrazados suben la colina con la música, la música de Puccini.
Mi amigo echado en su silla escuchó los delirios de la multitud que ahora sí justificadamente aplaudía con frenesí y gritos de: ¡bravo, bravo!, a los intérpretes y a la orquesta. Pero él estaba paralizado; ni un músculo podía moverse en su cuerpo… Había vivido una noche inolvidable. Pero le faltaba su amada. Sus transparentes ojos y su querida miradita. El perfume de su piel. Su voz de soprano. Tomó un pequeño talonario y escribió la notita. Le puso que la extrañaba; que escuchó una ópera con gran emoción; que hubiera querido tenerla a su lado. Que a veces flaqueaba por sus angustias y que lo alentaba a seguir viviendo el recuerdo de ella y el deseo de darle lo mejor pues ella lo merecía.
La música lo había dejado débil. Su infancia golpeada pegó su rostro maduro. Los recuerdos apabullaban su noche lírica y lloró. Sí, lloró… una lágrima cayó sobre el papel de la notita; él la rodeó con un pequeño dibujo. Con una flecha puso: «lágrima». Síntesis de ancestros, niñez, amor, dolor, angustia infinita de un mundo cruel y egoísta…los nuevos inmigrantes de Yugoslavia, los niños de Somalia y de Ruanda, los cincuenta millones de víctimas de la segunda guerra, la estupidez humana… Y él llorando como un bobo impotente… ¡Ah! todos los dolores del mundo en un instante, en una lágrima… y en un tam-tam de un ardiente corazón.
La notita con letra despareja y casi garrapateada fue echada bajo la puerta de su amada muy entrada la noche.
Al día siguiente encontró una notita que decía: «Todos nos merecemos lo mejor en la vida. La cosa es no esperar que nos lo dé otro y salir a buscarlo uno. Ni la lástima, ni la conmiseración por uno mismo lleva a ningún lado. En el momento que empezamos a querernos nosotros mismos y nos damos un lugar, dejamos de estar tan solos y los demás nos dan también un lugar y empiezan a querernos… Aparentemente todo comienza por la autoestima y el lugar que nos demos. Post Data: vivir más… pensar menos ¿será el lema?»
Esta respuesta de su amada lo dejó a mi amigo un poco confundido. Quizá no había sabido transmitirle a ella todo lo que había sentido esa noche.
Él me miró con sus ojos castaños y sonriendo dulcemente se levantó perdiéndose en la bruma de una noche fría.
Vea Señor, yo no soy hombre de muchas luces; sólo tengo buena memoria y registro las palabras casi como me las pronuncian. Quizá por eso me llaman racionalista. Doy fe que el relato de mi amigo fue casi textual. Considero que se equivocó escribiendo su notita; debió contarle a su amada todo como me lo contó a mí. Para escribir están los escritores. ¿No le parece Señor?